Los hermanos Coen
visitan por primera vez el género western en Valor de ley y obtienen el
privilegio de inaugurar la 61 ª edición del Festival Internacional de Cine de
Berlín gracias a este remake que han llevado a cabo a partir del mismo título dirigido
por Henry Hathaway el 1969 a partir de una novela de Charles Portis y que
significó el único Oscar por su protagonista, un malogrado John Wayne.
Fieles como siempre a un
encasillamiento difícil y problemático, los hermanos Coen saben burlar los códigos
de un género como el western en beneficio propio para convertir la revisitación
de Valor de ley en algo más. Pero esta indefinición o desajuste con respecto a
los géneros funciona en todas direcciones. Así la paradoja o subversión del
género surgía en otros filmes como los thrillers Sangre fácil o No es país para
viejos que parecían torcer el formato del cine negro para aceptar una lectura
en clave de género western.
Como siempre, el actual
aproximación que representa Valor de ley a los géneros cinematográficos llega
para esquivar su precisamente las convenciones. Y, por supuesto, para llevar
también el agua hacia su propio molino y agregar un peldaño más en un cine
turbador que se construye sobre la violencia, la destrucción y la muerte a
pesar de sus cómplices y aplaudidos juegos cinéfilos, sus coñas, su gusto por
los personajes estrafalarios o el humor negro.
Valor de ley parece
aparentemente una operación frívola y ligera de reciclaje y recuperación de
títulos viejos pero creo que esconde un retrato amargo y tenebroso de un país
construido sobre la barbarie a través del retrato de una niña empeñada en
vengar la muerte del padre como acto de justicia bíblica, ciega. Una niña
huérfano extrañamente madura que no parece necesitar ni sustituir una figura
paterna perdida. Una niña en que su familia nunca aparece en escena. Un
personaje resolutivo, seguro y sin debilidades. Nadie diría que hay una niñez
robada por culpa de este empeño en la venganza reparadora y que la convierte,
en definitiva, en un ser enigmático.
Y es que su camino está
cosido de cadáveres. Un reguero de muertos le acompaña en todo en un trayecto
noctámbulo, lleno de escenas nocturnas, casi tétrico. Incluso, cuando se acerca
la resolución final en medio del día, ella será precipitada en un agujero con
peligros letales, una especie de averno. Una niña de inocencia profanada que
contempla ataúdes, presencia ejecuciones públicas, ve colgados en parajes
desérticos, casi apocalípticos, o personajes que trafican con cadáveres. A
ratos, se establece un parentesco con un western fantasmagórico y mórbido como
Dead man de Jim Jarmusch.
Y, en algunos momentos,
este trayecto por un territorio salvaje y desgobierno relleno de muertes llega
acentuado por la visión retrospectiva de la niña, como la mujer de Lot, que
mira atrás para ver unos cuerpos moribundos en una miserable cabaña o las
víctimas de un tiroteo esparcidas por el suelo. Visiones del horror que nunca
podrán conformar una adolescencia pacífica. Una adolescencia y juventud
elidida, no mostrada en pantalla, que desemboca en unas tonalidades
perturbadoras subrayadas en el epílogo final, un salto tormentoso en el tiempo.
El resultado es una figura solitaria, asexuada, vestida de negro funerario, de
tonalidades ambiguas, incluso, siniestros.
Resulta admirable el
inicio de la película para transmitir una sensación de extrañeza e inquietud
gracias a la lenta y progresiva demostración de un cuerpo dejado y abandonado
en un plan nocturno ante un hogar iluminada. Se trata del padre asesinato de la
niña protagonista, una chica que empieza a relatar su inclemente historia de
revancha. Una voz acompañada de una notas piano que recuerdan algún salmo
religioso y que nos transportan inevitablemente hasta ese filme maldito sobre
infancias robadas y predicadores psicópatas que era La noche del cazador. El
homenaje se hace explícito en Valor de ley en una agónica y salvadora cabalgata
nocturna bajo las estrellas que confluye emotivamente en un precioso plano que
delata un hogar de rasgos reparadores. Podría ser un refugio de desamparados de
donde podría surgir perfectamente el espíritu materno y acogedor de la
protagonista de La noche del cazador, Lillian Gish.
Joan Millaret